Seguro que me has visto en algún lugar.

Sin embargo, cuando estoy ante ti, piensas que soy una desconocida.

Permíteme una corrección: Soy la reina del disfraz.

Y gracias a ello, me doy el gusto de ser cruda, directa y ofensiva.

Te voy a torturar con lo que me gusta y lo que me desangra.



martes, 22 de febrero de 2011

Cambio de ciudad.

Todos nos reímos del prójimo cuando le vemos caer en mitad de la acera, a causa de un tonto tropezón. Sobre todo, si es la prójima, que se parte el zapato de tacón y se estropea los pantys y la falda. Resulta más vistoso, y más acorde con la imagen de pava que Hollywood ha venido proyectando durante décadas sobre las mujeres. No obstante, hay cosas mejores de las que reírse.

Un ejemplo de situaciones graciosas es el recuerdo que guardo de la primera vez que traté con mi vecino "el guapo". Cuando llegué nueva a Manchester, parecía que me había estado esperando. Apenas escuchó jaleo en la casa, atento a todos mis movimientos y a mis conversaciones por el móvil en el jardín, no tuvo más que acercarse a darme la bienvenida en el momento en que me recosté sobre la valla, deseosa de tener un instante de sosiego. Pero el rumbo de los acontecimientos no tenía previsto atender mis necesidades de descanso.

-Hola -me dijo-. Me he dado cuenta de que eres española, y por aquí no hay más compatriotas, así que me he alegrado mucho al saber que podré tener con quien hablar castellano de vez en cuando.
-Vaya, sí que eres observador -le respondí.
-He traído una botella de vino...
-Creí que estas cosas sólo pasaban en América y en la tele. Muchas gracias, hombre, no tenías por qué molestarte.
-No es molestia.

La conversación amenazaba con extinguirse. O lo que era peor, perder naturalidad. Le sonreí, con la excusa de tener un poco de tiempo para contemplar sus ojos. Tenía una cara realmente bonita, con una mirada clara, enmarcada por unas gafas con montura negra de diseño que era la guinda de todos sus atributos. Mi tiempo se agotaba.

-Me llamo Lavinia.
-Yo soy Enrique. Encantado de ...rte -se apresuró a contestar.
Supuse que había querido decir "conocerte", aunque la experiencia me decía que en la vida no se puede dar nada por supuesto.
-Igualmente -le respondí-. ¿Por qué no pasas? No tengo nada que ofrecerte, así que considérate invitado con tu botella.

Enrique me hizo un gesto, indicando que entrase yo primero. Le respondí con otra sonrisa, que para él fue sinónimo de asentimiento, y para mí un indicio de que mi lado perverso estaba a punto de despertar.

-Suerte que he adquirido una casa amueblada. Por lo menos, tengo donde sentarme, y no he de preocuparme por buscar donde pasar la noche -le dije, mientras retiraba las sábanas de unas sillas.
-Sí, claro. Donde pasar la noche y ...rte.

De nuevo aquella extraña expresión. Le miré sin poder reprimir una risita y él pareció algo incómodo. Aunque no supe qué era lo que le incomodaba. ¿Tal vez que le siguiese la corriente sin preguntarle por qué no pronunciaba el verbo entero? ¿O tenía algún tipo de disfunción fonética, y me estaba burlando de él?

Retiré la cubierta de la mesa, para que posase la botella y me dispuse a buscar dos copas. Abrí la llave del agua en cuanto las hallé, para asegurarme de que bebíamos en piezas de cristal pulcro. Las escurrí, sacudiéndolas, mientras él descorchaba la botella.

-Vienes preparado, ¿eh? Pareces un experto en esto de dar la bienvenida a los recién llegados.
-Bueno, imaginé que no tendrías un sacacorchos a mano. No me costaba nada traer el equipo completo. Al fin y al cabo, la botella debe ir unida a este instrumento.

Me fijé en su técnica. Impecable. Imaginé que aquel gesto era habitual en él... Sequé las gotas sobrantes de las copas con una toalla limpia que extraje de mi bolso y las dispuse sobre la mesa. Enrique vertió vino en ellas hasta la mitad y alzó la suya, a la vez que me ofrecía la otra.

-Por mi vecina española -sugirió, alegre-. Espero que te quedes mucho tiempo.
-Por mi vecino español -acepté.

Dimos sendos tragos a la bebida y nos relajamos. Estaba sentada frete a él, sin dejar de observarle. Parecía un tipo sociable, sin más pretensiones que pasar un buen rato. Sin embargo, las pretensiones vienen dadas por las situaciones en las que nos encontramos. No forman parte de nuestras propias decisiones.

-¿Cuánto tiempo llevas tú aquí? -quise saber.
-Dos años y medio.
-¿A qué te dedicas?
-Regento un negocio de restauración.

A su favor tenía que su aspecto elegante y estudiado se correspondía con el de alguien que debe dar una buena imagen. Y de paso, causar una buena impresión. Solté mi copa para mirar de cerca la etiqueta del vino. Un Ribera del Duero. El vecino servía en su local productos españoles... Le insté a que me contara algo más de su empleo, de las características del local, del tipo de clientela que tenía. Le escuché sin interrumpirle, para poder constatar que no me había equivocado en mi apreciación. Sin darnos cuenta, la botella pasó a estar medio llena, para volverse medio vacía, sin que mi visión del mundo se tornase pesimista en ningún momento. Un segundo brindis por su restaurante, un tercero por su camisa italiana y un cuarto por mi decisión de haberme decidido finalmente por Manchester.




Nos quedamos sin vino. Y aún no le había hecho la pregunta que me rondaba.

-¿Vives solo? -le espeté, antes de que se me fuese la intención.
-Sí. Completamente solo.
-Oye, dame un par de días para que apañe este lugar, y te prometo que te invitaré con mi propia botella, ¿de acuerdo?
-No te preocupes, tómate tu tiempo. Aunque estaré impaciente por volver a ...rte.

Enrique era irresistible. Y la embriaguez causada por un caldo de nuestra tierra, aún más. Acababa de ponerme en bandeja la oportunidad de contestar a su reclamo:

-¿Te refieres a ...rme? ¿O quizás a ...rme? Ah, no, cómo no había caído; tú lo que quieres es ...rme.

En aquel instante, mi vecino se quedó tieso. Cualquier cosa que se le pasase por la cabeza a la hora de expresar una acción incompleta, imprecisa, despertaba mi interés. Utilizando los mismos términos, le di a entender que me gustaba su juego. Y que estaba dispuesta a participar de él siempre y cuando no se rajara.

Aquella tarde, descubrí que los pensamientos cobran vida propia cuando se les permite ir por libre. En los ojos de Enrique, sus deseos tenían la forma de un lazo de cowboy. Daban vueltas, una y otra vez, por encima de su cabeza, buscando la estabilidad y el control necesarios antes de ser lanzado. Apuntaba a su objetivo, que tenía localizado y fijo. Pero no fue su mejor lanzamiento.

Se rajó.