Seguro que me has visto en algún lugar.

Sin embargo, cuando estoy ante ti, piensas que soy una desconocida.

Permíteme una corrección: Soy la reina del disfraz.

Y gracias a ello, me doy el gusto de ser cruda, directa y ofensiva.

Te voy a torturar con lo que me gusta y lo que me desangra.



sábado, 30 de abril de 2011

Sufrir y gozar


Enrique me recoge pronto. Viene en la moto, y antes de ponernos el casco, pregunta si tengo alguna preferencia.

-¿Dónde llevarías a tu novia si quisieras demostrarle lo mucho que sabes de esta ciudad?
-Depende de los gustos de mi novia...
-Oh, bueno, ya sabes que me gusta el arte y la historia... Nada de shopping.
-Visita tradicional, entonces.

Conduce hasta la catedral. La vi de refilón la otra noche, pero no había tenido ocasión de contemplarla de cerca. Me gusta poder hacerlo. Me llaman la atención los impresionantes jardines del exterior, y el tamaño mediano de una construcción que uno puede esperarse grandiosa. Los edificios clásicos me producen una especie de dejà vú. No sé a qué podría ser debido, pero el caso es que me da la sensación de conocer algo sobre su construcción, su época, sus años esplendorosos, todas sus vidas. Quizá se deba a que contrastan con el bullicio del resto de la ciudad.

Entramos, pero no nos demoramos demasiado tiempo. Prefiero los lugares abiertos. Se respira la vida con más facilidad. Tengo ganas de experimentar. Ver, oír, oler, tocar, hacer. Dejarme hacer. Camino observando a unos y a otros, captando sensaciones de todas las personas que se cruzan conmigo, segura de ser una buena receptora de sus más íntimos secretos. Algunos están claros, como un grupo de chicos que pasean sus libros sin convicción. Llegan tarde al instituto y les tienta la opción de buscarse otra distracción.

Otros me los imagino. Hay tres niñas encaminándose dócilmente al colegio privado femenino. Su madre las sigue con la vista a distancia, con aplomo. Firme en su convicción por la educación estricta y sectaria. Ha debido tenerlas seguidas, porque son prácticamente idénticas. Mismo uniforme, mismo peinado, misma cara. Ni siquiera parece que una sea más alta que la otra. ¿Serán trillizas? ¿Serán clónicas? ¿Cómo las distingue?  "Mi hija mayor va a clases de equitación; la mediana a bádminton y la pequeña a natación. Sin hablar de sus preferencias artísticas, puesto que cada una practica una técnica diferente. Para fomentar el desarrollo de su propia personalidad..." Por huevos se tiene que cabrear la cabeza para no verlas iguales. Además, ellas tienen también que distinguirse con respecto a sus hermanas. No es un buen comienzo en la vida. Antes de que se den cuenta, acabarán de cabeza en Coniston Hall. Y entonces ya no habrá remedio.

Enrique camina a mi paso, que no es lento, pero sí sosegado. Y no le molesta seguir ese ritmo. Por el contrario, me parece que realmente le hacía falta relajarse, tomarse un día de descanso y de reconciliación con su entorno. La noche que cenamos en cada, me dio a entender que tenía alguna especie de rechazo hacia esta ciudad...

Una chica lleva piercings en los pezones. Se le notan a pesar de la ropa. Y pasamos por un local en el que se anuncian los tatoos más cool. Pensaba que todo eso había pasado de moda, qué ilusa... El hecho de que exista la depilación láser no implica que los otros métodos estén obsoletos. Es cosa de modas. Siempre se ha dicho que la fe ha sido una potente manera de captar adeptos y de manejar a las masas, a causa del factor miedo. Pero hoy por hoy, me parece que la estética supera con creces los fraudes y las comeduras de olla... Yo huyo de todas. Qué sería de mí con la piel marcada. Perdería la libertad de ser siempre un lienzo en blanco.

Pero volviendo al quid de la cuestión, cada cual escoge su método de estimular el sistema nervioso. Sufrir y gozar. Entre mi última cartera de clientes, los sistemas eran bastante más consistentes.

En Castlefield, visitamos la fortaleza romana, a la que se le sumó una identidad medieval. Una vez más, el contraste de la zona puntera -con restaurantes y casas de diseño y los narrowboats desfilando orgullosos-, contrasta con el trasfondo histórico. Me encantan los contrastes. Caminar entre dos partes de una misma senda. Descubrir las virtudes y carencias de ambas. Encontrar el equilibrio. Y, por qué no, decantarse por una u otra según la vida nos las presenta.

Advierto cómo Enrique dirige la mirada hacia una pareja muy elegante. Demasiado para un lunes. Él es una década mayor que ella. Caminan de la mano, pero con aire distraído. Como si el hombre paseara a su mascota, y la mascota se esforzase por llamar su atención acerca de su buen comportamiento. Su actitud pone de manifiesto que es una scort, y además, principiante.

Enrique observa otros detalles... Les sigue con la vista, hasta que doblan la esquina, y se le escapa un suspiro.





Lo bueno de la moto es que enseguida se puede trasponer de un lugar a otro. Y que durante el trayecto tanto el piloto como el paquete pueden abstraerse. Disfrutar del silencio en la ausencia de miradas que afrontar. Torturarse con preguntas sobre el grado de diversión que nuestra compañía le proporciona al otro, y sobre el modo de averiguar las respuestas.

Visitamos Platt Field Park. Imagino que Enrique se ha inspirado en aquellos dos a la hora de escoger destino, porque allí se ve más de lo mismo. Parejitas por doquier. ¿Una indirecta? ¿Un deseo compulsivo que tenía oculto? Viéndole en esa faceta, me da la sensación de que sé lo suficiente como para encandilarle.

Damos un paseo en barco por el lago, alrededor del santuario. Es un paisaje precioso que nos mantiene casi más absortos de lo que hemos estado el resto del día. La verdad es que hablamos poco. Hemos sabido comprendernos mutuamente y respetar nuestra necesidad de no contar demasiadas cosas sobre nosotros. Ya habrá tiempo para escuchar palabras. Para mí es mucho más importante escuchar gestos. Mi dedicación al arte oscuro me ha enseñado a fingir conductas y emociones. A interpretar roles de todo tipo. Pero por seguridad, me estaba vetado vivirlos de verdad. La de cosas que me he perdido hasta ahora...

A la hora de volver, me deja en la misma puerta de casa. Sonrío.
-¿Te lo has pasado bien? -quiere saber.
-De maravilla. Me encantaría repetir –le respondo.
-¿Salimos el sábado por la noche? –propone.

Me lo pienso… Es propio de mi edad. O al menos, de la edad que aparento tener. Y eso es una manera más de integrarse, al fin y al cabo.

En los segundo previos a mi respuesta, se crea un momento interesante. Enrique se anticipa un poco a mis deseos, diciendo que hará lo posible por ser puntual al salir del trabajo.

-Vale.

De repente se oyen gritos en la casa de al lado. Es una mujer gritando "stop, please". Esa frase me despierta un sinfín de alertas. Es justo lo que me dijo el tipo que me tiré en la calle días atrás. Lo evoco por un instante. Pero el pensamiento se me va más lejos. A Berlín. Al piso donde un cliente fetichista solía convocarme... Para hacerle gozar. O para hacerle sufrir. Nunca lo tuve demasiado claro.

Pero sobre todo, recuerdo el paquete que recibí el sábado, que aún permanece sin desembalar.

Se oyen golpes en la pared. Nos miramos durante unos segundos, buscando el uno en el otro el estado de alerta. Yo intento no mostrar el mío. Al final, bajamos la mirada, sin saber qué decir.

Tengo que apalear a alguien cuanto antes, o no habrá manera de soportarme a mí misma.

domingo, 17 de abril de 2011

Puede ser fácil

Dormí toda la mañana y me levanté antes de mediodía. Cuando sonó el timbre, ya estaba arreglada. Eran dos cajas enormes enviadas desde España. Mis pertenencias. Ya podía respirar tranquila... Las oculté en la habitación de invitados, a la espera de un día libre para organizarlas.

Después de comer estuve haciendo la compra. Me encantó la apabullante variedad de productos del mercado, y me deleité contemplando alimentos que nunca había probado. Tenía claro lo que quería comprar, pero aún así, adquirí una fruta demasiado llamativa. Fue uno de esos pensamientos productivos fugaces contra los que una no puede razonar.

Estaba más que inspirada para superarme y resultar convincente. Las dos horas previas a la cita, las pasé en la cocina. Disfrutando de un momento delicioso, a solas con mi imaginación. Ya tenía claro que sorprender a un cocinero no iba a ser tarea fácil, pero hoy por hoy, no he encontrado nada que se me resista. Además, todo depende como una se tome las cosas...

Me basta decir puede ser fácil, para que lo sea.

Me contemplo ante el espejo del recibidor antes de abrir la puerta. Cara de niña buena. Peinadita y mona, sin maquillaje. Tan sólo he disimulado las ojeras con un poco de corrector, para no dar mala impresión. Me he puesto unos vaqueros de pitillo, una camiseta vistosa y unos zapatos planos. Voy a por todas.

-Hola, Lavinia. ¿Llego demasiado pronto?

Enrique pareció confuso ante la ausencia de delantal, aunque sonreía con entusiasmo. Se alegraba de vover a verme.

-Pasa, por favor. La cena está lista.
-Vaya... No sé por qué pensé que tendría que esperar.
-En Europa se cena pronto, ¿no?
-Sí, tienes razón...

Colgué su cazadora en la percha de la entrada y él acomodó su mochila y el casco de la moto. Venía del restaurante, y no se había entretenido en pasar por casa. Ay... Realmente iba a ser fácil conocerle.

¿Me enseñas tu casa? -inquirió, apenas traspasar el umbral.
-Sólo la planta baja, ¿de acuerdo?
-Lo que tú digas, -concedió, no sin cierta incomodidad.
-Es que es la única zona que he conseguido acondicionar de manera satisfactoria. Lo siento, pero necesitaré unos cuantos días más hasta tenerlo todo listo.

Pasé delante de él, guiándole, y me hice a un lado al llegar al salón.

-Reconozco que has hecho un gran trabajo -afirmó, echando un vistazo a su alrededor-. Desde luego, si tienes previsto proceder del mismo modo en la planta superior, esperaré lo que haga falta.

Aquello me sonó más que bien.
-Me lo tomaré como un cumplido.

Nos sentamos a la mesa, tras tenerla perfectamente servida. Su mirada se posó sobre todos los platos, sin pararse demasiado tiempo en ninguno. Me pareció que la primera impresión estaba siendo favorable.

-¿Cuál es el veredicto?
-Me llama la atención que te hayas decantado por platos internacionales. No esperaba esto, desde luego.
-¿Y qué opinas?
-Me gusta.

Enrique me miraba sin atreverse o sin decidirse qué quería preguntar.

-¿Dónde aprendiste?
-Oh, voy tomando notas de aquí y da allá. Me gusta viajar y hablar con la gente que conozco.
-¿Qué es esto? -indagó mi vecino señalando el entrante.
-Es un plato típico de Venezuela, que tengo la costumbre de preparar cada vez que celebro una primera vez.
-¿Hoy celebras una primera vez?
-Claro. Igual que tú.

Nos miramos con calma, sin querer ser transparentes, pero sin poder ocultar demasiado. Interesante plan el nuestro, en el que ninguno se reconocía en su papel...

 Le insistí en que las vieiras se podían comer con las manos. Él no me lo hubiese pedido, pero los dos preferíamos la comodidad y la soltura que nos aportaría ... Su gesto se relajó. Aquella expresión de maestro conquistado por una aficionada me creó una fantasía, donde la proximidad de los comensales jugueteaba con el acto de comer con las manos.

-Me gusta la combinación del eneldo y la lima -anunció.
-Qué bueno haber dado con una de tus preferencias a la primera.

Se quedó extasiado ante mi salida de tono, y supe que le había entrado la urgencia. Por momentos, miraba las escaleras que conducían a la planta superior. Su mirada insinuaba que sería capaz de complacerme en todo lo que le pidiese. Tan sólo necesitaba que le invitase a subir. Pero eso no iba a sucededer. Ya se lo había dicho.

-¿Qué es esto?

La fruta que luce en el plato central era tan sinuosa...

-Manzanas de Sodoma.
-¿El postre?
-Eso dependerá de si quieres morir envenenado.
-¿Qué objetivo tiene?
-Meramente visual.




En aquel instante, me miró con cierta desconfianza, como haciendo elucubraciones sobre mí.

-¿Qué pasa? -quise saber.
-Eres muy peculiar. ¿Nunca te lo habían dicho?
-No. ¿Por qué lo piensas?
-Me da la sensación de que quieres dar un paso pero no te atreves.
-Yo creo que eso le pasa a más de uno -le respondí con intencionalidad palapable.
-Sí, es posible -reconoció tras un lapso de duda.

Enrique me sigue pareciendo gracioso. Casi lo había olvidado, ese rasgo de su carácter... Y aunque en nuestro segundo encuentro no me sugirió ningún infinitivo impreciso, seguía teniendo una vis cómica que decidí que había llegado la hora de potenciar. Soy partidaria de no tener miedo a descubrir nuestras virtudes y explotarlas. Yo lo hago. Por eso lo recomiendo. Jamás recomendaría nada que no hubiese probado.

Hablamos cada vez más sueltos, arropados por la bebida. Él pretende saber de mí. Me pregunta por mi vida y mi trabajo. Es pronto para eso, de modo que finjo la persona que he inventado para aquel lugar. Yo pretendo que me enseñe la ciudad. Me interesa que me ayude a conocerla con una visita personalizada.

-Quién mejor que tú, que llevas tanto tiempo aquí.
-Sí, claro...
-¿Qué te pasa?
-Hay cosas que echo de menos. Mi ritmo de vida es bastante ajetreado y...
-¿Te refieres a que no puedes relacionarte con chicas por falta de tiempo?
-Más o menos, sí. Y además...
-Te escucho:
-Hay algo que me ha impedido implicarme con mujeres de aquí, a las que de algún modo considero extranjeras.
-Tú lo que echas de menos es tu tierra.
-Es posible.

Su gesto de pronto se vuelve infantil. El de un niño que ha logrado verbalizar, con mucho esfuerzo, lo que quiere que le regalen para su cumpleaños.

-Yo echo de menos...

De repente guardo silencio. No estoy fingiendo, tan solo cavilo.
-¿En qué piensas? -me pregunta, al sentir que me disperso.
-Echo de menos la vida en pareja.
-¿Te refieres a convivir?
-No, nunca he llegado a dar ese paso. Creo que por ahora me viene un poco grande. Me refería al hecho de estar con alguien.
-Ah. ¿Y por qué piensas eso?
-Tú me has hecho pensarlo.

Enrique se quedó tieso ante mi arrranque de sinceridad. No era algo para lo que pudiese haber venido preparado. Ni siquiera era algo que pudiese haber esperado de mí. Apenas nos conocíamos. No sabíamos prácticamente nada el uno del otro... Todo eso debía andar pensando su clara mirada tras sus gafas de diseño. Aunque yo iba un poco más allá.

No me parecía lícito continuar llamándole "mi vecino el guapo" después de haber compartido una cena con él. Enrique era un tipo muy sociable, agradable y amable. Y de él destacaba que era un gran conversador. Cualquier cosa que quisiera saber de él, sería fácil de averiguar. No obstante, el experimento a la inversa no iba a obtener el mismo éxito. Además, mi último comentario estaba fuera de lugar. Pero él había preguntado y yo había ejercido mi derecho a contestar lo que me diera la gana.

Tras un intenso silencio, denso, condensado de miedos por ambas partes, volvió a sonreírme.
-Mañana, como los demás domingos, no estaré disponible. Me reuniré con la familia. Pero el lunes será mi día libre. Si te apetece, podemos pasar el día visitanto Manchester.
-Qué bien. Claro que me apetece.
Le miré encandilada, poniendo fuerza en el deseo que sentía por pasar tiempo con él, por sentirme como una chica cortejada.

Al fin percibe mi deseo y se siente complacido por mi rápida respuesta. Sus ojos titilean. Está entusiasmado con la idea de interponerse a lo reacio que le parece iniciar una relación estable en otra ciudad. Extraña su fobia, por cierto. La mía se limita a iniciar una relación. Nunca lo he hecho.

Es el tipo de chico que una madre desearía como novio para su hija. Educado, formal, bien colocado. Y guapo. Cumple todos los requisitos. Lástima que yo no tengo madre. Tendré que complacerme a mí misma.

Puede ser fácil...

sábado, 2 de abril de 2011

Cuestión de actitud

No puedo dormir. Salto de la cama hecha una furia y enciendo el televisor para escuchar algo de fondo que me distraiga. Justo cuando estaban mis párpados a punto de rendirse, me ha sobresaltado una idea que viene siendo recurrente desde hace unos meses: Tengo que matar a alguien, o no habrá manera de soportarme a mí misma.

Sin darme tiempo a que se me pase el pronto -hay ocasiones que no se deben desperdiciar bajo ningún concepto-, me pongo una falda corta, un corpiño y una cazadora de piel encima. Me calzo unas botas de cordones de estilo militar sobre unos calcetines gruesos. Y me aseguro de haber cogido todo lo necesario. Algo de dinero, que echo a un bolsillo de la chaqueta. Cierro la puerta sin hacer ruido, dejando alguna luz encendida. Son las tres y pico de la madrugada. Quizá no sea la hora más adecuada para salir a la calle, pero es que hay ganas de dar caña.

Tengo entendido que Printworks es una buena zona para ir de juerga, así que me dirijo allí en busca de jaleo. En el momento en que el bullicio, las luces, los gritos y los grupos de gente definen el ambiente, se relaja mi vena sádica, haciendo que se active otra no menos inquietante: La lujuriosa.

Observo con calma, sin llamar la atención, escucho, miro, estudio, adivino... Cómo me excita ir más allá de lo que se aprecia a simple vista.

No llego a entrar a ningún local. Me quedo un instante deambulando por los alrededores. Absorta en mis planes. Tras dejar correr el tiempo en la zona luminosa, me acerco a unas chicas que parecen pasadas de tuerca en la borrachera. Creo entender de lo que hablan, y el tema me interesa. Una de ellas está disgustada porque la noche no le ha ido como esperaba. Deciden deambular por las callejas. Genial. Me van a servir de guías.

A mitad del camino, me sorprende el encontronazo. La chica despechada se cruza con el chico que debería haber pasado una velada agradable con ella. Se miran con sentimientos enfrentados. Saltan chispas. Ella siente odio, él rechazo. Tras media eternidad de proyecciones emocionales, logran despegar sus miradas y yo me aparto, para seguir ambos rastros.

El grupo masculino le increpa para que se olvide de la chica. Y al final lo consigue. Bien por él. Dejo de seguir a las chicas. Aunque aún se oyen los chillidos histéricos de ella. Los amigos le hacen sentir superior. Bien por él. Estoy segura de haber captado la vehemencia de sus emociones. Superación, triunfo, virilidad. Bravo por él.

Quiero al tipo que destila todo eso.




El tiempo corre a mi favor. La testosterona anda reafirmándose en sus valores, a grito pelado. Me llama, me avisa, me atrae, me cerca. Les adelanto, les rodeo, les observo desde otro ángulo. Apoyo un pie en un banco, sin darles la espalda, y me subo al respaldo. Apoyo los codos en las rodillas y me inclino hacia delante, para no perder detalle. Estoy sudando, así que me desabrocho la cazadora.

Capto la atención de mi objeto de deseo. Tarda un rato en reaccionar y en entender que le estoy mirando a él. Le clavo la mirada. Mi sonrisa es una invitación muy abierta. Descarada. Golfa. Se siente inevitablemente atraído. Irrevocablemente abocado a la catástrofe. Como un abejorro a una flor exuberante de esas que además de vistosas engullen bichos. Se acerca, dejando atrás al grupo.

Pero mis ojos le lanzan un mensaje que contradice el de mis labios. Es un desafío y a la vez una señal de advertencia. Algo así como que hay que ser muy hombre para dar el último paso. Atrévete. Si tienes huevos.

Estoy ansiosa, aunque sé contenerme. Tengo que decir a su favor que sigue avanzando. A pesar de su confusión, de su reticencia por algo que no logra entender. El caso  es que avanza. Está tan cerca... Tiene los ojos azules, algo tímidos. El pelo a la altura de la barbilla, echado hacia atrás. Barba de tres días en un cutis algo pálido. Se ha plantado a unos pasos. Una buena marca.

Es atractivo. Y su atracción es comedida. Se reconoce en lo que le ofrezco, pero no está convencido. El abejorro sabe que le gusta el polen. Bordea la flor una y otra vez, manteniéndose en el aire. Sabe cuánto polen guarda en su interior. Si es rápido y listo, será todo para él. Pero no se fía.

Fuerzo la sonrisa, a la espera de su resolución. No pienso ceder. Si pasa mi prueba, merecerá un buen revolcón. Si se raja, es que el mérito estaba sólo en la fachada.

Le estudio al detalle, recorriéndole de cabo a rabo. Mantiene el gesto sereno -que no relajado-, su garganta se mueve de una manera inconfundible y su mandíbula responde también al reclamo. Despacio, da dos pasos más. Le huelo. Me huele.

Extiende sus manos a la vez que recorre el último paso que le separa de mí. Tras cruzar una última mirada que es la confirmación del permiso que viene pidiendo desde hace un rato, se vuelca sobre mi cuello. Sus rápidos reflejos y su aliento fresco me confirman que no está bajo ningún efecto alcohólico. Bueno es saberlo, porque habla en su nombre el hecho de que sea plenamente consciente de sus actos.

Me busca conforme le busco. Se atreve conforme me atrevo. Permanezco sentada en el banco, mientras él trata de acoplarse desde su posición. Me gusta su manera de tocarme, y me encanta que no diga absolutamente nada. Yo tampoco digo nada. El silencio nos transporta a otra dimensión. El jaleo de la calle va y viene. La presencia de los viandantes nocturnos nos es indiferente. No tienen la atención puesta en pormenores. Se limitan a mantener el equilibrio, en la mayoría de los casos. Nos dejamos llevar por nuestro propio lenguaje, ajenos a otros menesteres, pero sin perder la noción por completo. Olas de placer se acercan a la costa una y otra vez, sin llegar a romper del todo; perdiendo su fuerza para volver a recuperarse.

La primera vez le sorprende. A la segunda, comprende el juego. No pone pegas y participa enérgicamente. Hay un entendimiento entre sus ojos y los míos. Su boca se contrae y se distiende en una secuencia extraña, vertiginosa, cardíaca. Coloco las manos alrededor del cuello y ejerzo presión en cada impulso frustrado. No le hago daño. La intención es enseñarle una nueva manera de reventar a manos de la mantis.

-Please, stop -me susurra.

No sé a qué se refiere. Me pone su tono de voz. Algo ronca, debido a la situación.

-Stop. Stop doing that!

Sigo sin saber a qué se refiere... Bueno, me lo imagino. Dejo de ejercer presión en su ritmo sexual. Es evidente que no puede soportarlo más. Coge aire en su último intento, pero mis manos en su cuello provocan un grito ahogado. No he dejado de mirarle a la cara. En el momento de rendirse a mí, cambio de opinión. Es más atractivo de lo que me pareció en el primer vistazo.

Su hermosura se ha visto incrementada por su actuación. No ha roto el silencio más que lo imprescindible, y eso hace que supere su propia marca. No le hubiese consentido un escándalo público. Le empujo para sentarle mientras yo me levanto, girándole. Está abatido, pero me gusta su mirada. Expectante. Atenta a lo que se me pueda ocurrir...

Me despido con un beso. Vale, es guapo. Y da bastante de sí.

Llego a casa y me meto en la ducha con agua muy caliente. Salí con una intención y he vuelto con otra. Quizá signifique que me estoy volviendo vieja. Eso, o he descubierto el secreto para mantenerme siempre joven. Es lo que implica para mí la habilidad de no dejar nunca de sorprenderme. Aún se me ocurre una tercera opción: Soy una auténtica zorra que no se niega a nada. Si acepto algo que me beneficia y encuentro algo mejor, ¿para qué voy a decidir, si puedo tener ambas cosas? Para ser sincera conmigo misma, me siento satisfecha de lo que he conseguido. Ha sido un buen juego en el que él ha querido participar. No puedo negarme a una buena interpretación. Del mismo modo que no puedo echarle freno una vez que la he iniciado.

Hasta el final.

Buenos días.